TESTIMONIOS DE PACIENTES Y FAMILIARES DE PACIENTES
Mi hijito Felipe empezó a ver la tele de muy cerca. Leía de cerca.
Más de una vez por la calle me sorprendía ver que parecía pasar por alto cosas que eran perfectamente visibles. Para mí.
Eso fue hace mucho, tenía 6 años. Yo no imaginaba que estaba a empezando a perder su vista de manera dramática.
Felipe aprendió a leer en preescolar, le encantaba leer. Por eso cuando empezamos a recorrer los consultorios de todos los capos oftalmólogos que me decían que "el chico dice mal todas las letras que le señalamos que lea en el cartel porque es chiquito y no las conoce" yo me di cuenta de que algo no andaba nada bien.
Pasaron 7 años hasta que accedimos a un diagnóstico real.
Fueron 7 años terribles, porque cuando uno no tiene ni idea de lo que está pasando dentro del cuerpo de un hijo pero la realidad muestra que la cosa no cede, no se compone, sino todo lo contrario, cuando una busca respuesta desesperadamente y los médicos claramente no tienen ni la menor idea de qué cosa se trata aquello que le pasa a tu hijo, la incertidumbre desestabiliza enormemente a la familia. Es lo que sucede con las enfermedades poco frecuentes, el desconocimiento sobre ellas es tal que a veces uno empieza a dudar sobre la gravedad del alcance del problema. Ante la orfandad institucional, ante la falta de respuesta de la medicina, de la ciencia, imaginando cosas espantosamente peores de lo que por ahí era la realidad. En mi caso recuerdo la vez que alguien me contó de un tumor cerebral que afectaba la vista, yo temblaba de sólo pensar en esa incógnita que eran los ojitos de mi nene.
Una vez una oftalmóloga le mostró el cartel probando todos los lentes que tenía en esa cajita de madera que era para mí en ese entonces la esperanza única de que mi Felipito pudiera ver.
Felipe no vio con ningún lente ni una sola letra bien.
La Dra. entonces le dijo "sos el único nene que no ve con ningún lente de todos estos, ¿qué sos? ¿sos especial? ¿un nene raro?" yo veía que Felipe hacía pucheros asustado sentado en el sillón con todos los aparatos esos puestos sobre la cara, intentando ver unas letras que para él no estaban allí.
Me mordí la lengua para no saltar como una leona sobre la bruta de la oculista que lo increpaba, y es que yo tenía miedo. Tenía miedo de quedarnos solos, solos de médicos, de respuesta, de instituciones, solos frente a una corporación médica que vivía diciéndonos que eran todas fantasías, que el nene veía, que tenía que ver porque su fondo de ojo daba perfecto.
La Dra. agresiva no se quedó ahí, dijo muy campante adelante de mi nene, que en ese entonces tenía ocho años, que estaba mintiendo, que fingía, que necesitaba un analista más que un oftalmólogo, que yo tenía que darle más atención, que ella estaba cansada de ver casos así, de simuladores. Yo hoy me pregunto a cuantos nenes con Stargardt esta buena señora habrá mandado a su casa sin diagnosticar, aventurando sus sospechas desde un lugar absolutamente poco científico, sin matrícula psiquiátrica, apenas creencias, apenas conjeturas de una mala profesional. Que hicieron sin duda mucho daño.
Entre todas las cosas que dijo esta mujer, hubo una que acatamos sin dudarlo (yo ya no sabía qué cosa hacer estaba desesperada viendo que mi hijo cada día veía menos) "que este chico este al aire libre y que haga el ejercicio de mirar a lo lejos".
Entonces nos fuimos mi marido, mi hijito y yo a las más tristes vacaciones de mi vida, un verano de camping en la Patagonia en el que no paramos de señalar liebres a lo lejos, liebres que Felipe jamás alcanzaba a ver.
Un día subidos a un glaciar apareció sobre nuestras cabezas gigante y negra recortándose en el cielo la silueta fenomenal de un cóndor. Entonces yo espontáneamente y sin pensar en los ejercicios para la vista que habían signado todas las vacaciones, grité señalando en alto "mirá Feli un cóndor!" y Felipito miro para arriba y dijo "¡¿dónde?!" y yo, sintiendo que las lágrimas me ardían contesté "se escondió, ya no está, se metió atrás de una nube…" porque no pude decirle que el cóndor estaba allí arriba de su cabecita y que él no lo veía.
Ese día se acabo la espera, los médicos no sabrían que era, pero Felipe tenía algo serio en sus ojos.
Finalmente a los 13 años de mi hijo y cuando estaba festejando haber ingresado al colegio Nacional de Buenos Aires, un oftalmólogo en una guardia del Italiano preguntó lo que todos hubieran debido preguntar en la primer consulta en la que el fondo de ojo perfecto no coincidiera con la capacidad de leer el cartel del consultorio: "¿este chico vio a un retinólogo?"
No, no habíamos visto a ningún retinólogo y ni sabíamos que existieran.
En pocos minutos el resultado de una retinografía hecho luz sobre 7 años de angustiosa búsqueda de respuesta: Felipe tenía Stargardt, una enfermedad degenerativa de la retina, de origen genético que discapacita a 1 cada 10.000 chicos. El origen de todo estaba en una mutación en el gen ABCA4 que tanto el papá como yo le habíamos transmitido.
El caso de Felipe no fue excepcional, de todos los chicos que luego encontramos la enormísima mayoría tardó añares en arribar a un diagnóstico.
El fondo de ojo daba bien porque lo que él tenía mal era la mácula, no los lentecitos de su ojo sino las células nerviosas de la retina, por eso es que esta enfermedad no se iba a corregir con lentes, porque el asunto estaba en los conos. Feli tenía afectada la visión central y también la periférica (Stargardt con Fundus Flavimaculatus una versión más complicada del Stargardt).
Feli veía mal, desde muy chico venía viendo como a través de un vidrio sucio, lleno de manchas, no veía el pizarrón, no reconocía a la gente por la calle hasta tenerla cerca, no leía el menú de los restaurantes, no identificaba a los colectivos que llegaban a la parada, no veía el color del semáforo del otro lado de la avenida para saber cuándo cruzar, Felipe dejó el colegio nacional porque era difícil contar con las adaptaciones que necesitaba, Feli sacó un certificado de Discapacidad, Felipe tiene Baja Visión.
La verdad era dura, pero, aunque no lo sabíamos, empezábamos a salir de la oscuridad, pronto encontraríamos a otros como nosotros, y juntos, íbamos a empezar a trabajar por la conquista de la cura.
Florencia, Mamá de Felipe